No reparan en medios
Cuídate de aquel que dice representar
la voz de muchos.
Tal vez lo hace.
Cuídate de aquel que dice hablar
sólo por su cuenta.
Tal vez lo hace.
Cuídate de aquel que sólo asiente
con la cabeza.
Mañana el asentimiento puede afectarte a ti.
Cuídate de aquellos que sólo quieren vivir
su vida en paz.
No reparan en medios.
(Claes Anderson)
"Humanitarismo y política se excluyen, en el fondo, entre sí.
Ambas cosas son necesarias, pero servir a ambas a la vez, es imposible.
La política exige el partido, el humanitarismo lo prohíbe."
(Herman Hesse)
Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de
eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos:
cómo han acometido la tarea que la vida les ha puesto y les pone
diariamente, qué han hecho, y especialmente, qué no han hecho
(Gramsci)
"La organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos
sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes,
de los delegados sobre los delegadores.
Quien dice organización, dice oligarquía"
(Robert Michels)
Amamos odiarlos. La figura del villano nos redime aparentemente y nos alivia nuestra propia carga moral (el hombre condenado a ser libre de Sartre, pero también de Fromm).
Bárcenas (O Urdangarín) es el malvado necesario en el cual descargar nuestro odio. Lo es con fundamento, por su descaro, por sus flagrantes crímenes, por su orgulloso cinismo.
Suspiramos aliviados, y tenemos a nuestro tótem, nuestro muñeco, nuestro culpable. Y no somos nosotros, entonces, más que piezas frágiles de un sistema demasiado podrido, demasiado vasto, una oscura tela de araña que atrapa a todo aquel que se aventura a salir en busca de lo público común, de la política.
Quemamos a nuestros muñecos en la falla. Camps, Zapatero. Vudú de andar por casa. Y permanecemos aparentemente puros. ¿Lo somos? permanecemos encerrados en un mundo impecable mientras sabemos que el barco se hunde. ¿Qué es del mundo cuando los hombres buenos abdican de tratar de influir en su marcha? ¿Somos responsables de aquello que no hacemos, de ver el accidente a cámara lenta y no tratar de impedirlo?
¿Es el precio que Robert Michels describe en la manera en que el partido doblega al individuo demasiado alto? ¿Ser engranaje de una maquinaria tacticista de poder, y quedar maleado en los juegos orgánicos, o renunciar a intervenir replegado a la esfera individual en una utópica burbuja de seguridad y pureza predicada por Fukuyama y su fin de la historia? ¿Son las únicas posibilidades?
Es cierto que la auténtica revolución no es la de estandartes, piedras, fusiles, o asaltos al congreso, sino un callado cambio en el alma del hombre, un cambio nada evidente, un cambio que opera a nivel individual y sólo se expande con nuestros actos en el círculo más directo. Pero, aún siguiendo al Fromm de «Ser y tener» en esto (o a Hesse), renunciar a intervenir más allá es de hecho intervenir ya de una determinada manera. No deberían de ser posturas inconciliables.
Michels sigue siendo dolorosamente lúcido, no nos hagamos ilusiones, pero su camino es la renuncia del hombre bueno por miedo a perder su bondad. Su camino es la tecnocracia o el fascismo. Platón no era exactamente un demócrata, pero ya avisaba que quiza el mejor gobernante sería el más reacio hacia el poder.
Pero no sólo eso. El fantasma de la renuncia del ciudadano a serlo, con toda su responsabilidad, no es sólo el fin de la democracia. Es el fin de la propia utopía individual en que en última instancia se refugia. «Todo lo sólido se desvanece en el aire».
La brecha se agranda y perdemos pie, porque el mundo llama a la puerta de nuestro refugio. Y no hay nada más peligroso que un sonámbulo que despierta bruscamente de su sueño. El mundo seguro que conocemos muere, el mundo que fue prometido a mi generación, jóvenes cachorros del desarrollo de la era clintoniana esta muerto. El Estado de bienestar es el del malestar, el ministerio de empleo, el de desempleo, el de economía, una franquicia de Bruselas, y nuestro pequeño refugio se achica amenazado por cuotas impagadas y facturas.
El precio es alto, y nuestra capacidad de interpretar el mundo colapasa con ese despertar traumático. Empresarios arruinados, negocios cerrados. Y la sensación de que el futuro no es lo que era. Desesperación.
Italia. Carabinieri muertos por un hombre como los que acabo de describir, un hombre que podría ser mi vecino, un hombre normal. Esa es la terrible verdad del tirador solitario en la investidura de Letta. Una verdad más terrible que la de la era de plomo de las Brigadas Rojas.
El gesto terrorista es siempre un gesto de impotencia, de, según Enzensberger, un «perdedor radical» cuyo método destruye la idea o la causa subyacente. Pero en este caso no hay una interpretación, no hay un modelo alternativo tratado de imponer por la fuerza del terror y la sangre. Hay la mirada vidriosa y desconcertada de un ciervo deslumbrado por las luces de un coche a punto de arrollarlo.
Es un gesto vacío de un hombre vaciado de sentido y de futuro, y veremos más como él. Un gesto de impotencia que es el espejo de la impotencia de la política misma, y por eso nada incoherente con el momento y el lugar elegidos (la impotencia del gobierno de concentración de Letta) para explotar en un día de Furia a lo Michael Douglas.
Y los hombre buenos deberían tratar de decir algo al respecto. Decir que hay esperanza. Decir que no son los «indiferentes» a los que Gramsci odiaba. Ofrecer una salida al grito de rabia, y un acto coherente al que no puede contener ya su ansia de gritar «no entiendo nada». Cuando hablo de hacer, en ocasiones sólo hablo del acto más radical posible: Pensar. Zizek a menudo habla de dejarse guiar menos por las urgencias y pensar en el marco general como un requisito para llegar a algún lugar de verdad fecundo. Pensar es hoy un acto verdaderamente peligroso y verdaderamente revolucionario.
Y verdaderamente urgente. Porque el auténtico fascismo avanza por Europa en dos frentes contrapuestos: El populismo nacionalista y xenófobo, y la renuncia de la política en una clase técnica.
La ausencia de una respuesta, de una oposición, de un frente, y de un tomar partido hasta mancharse sólo alienta el desvanecimiento de la política, hasta un punto que nuestros hijos tal vez desconozcan el significado de tal palabra. «No hay alternativa». Sin opciones para elegir, y hombres dispuestos a dar el paso para defenderlas, a pesar de sus propias reservas de diluirse en la lógica partidaria, estamos acabados como democracia. Es la renuncia en el determinismo y el fatalismo, en la esperanza de que otros (¿quiénes?) hagan lo que nosotros no queremos hacer.
Hay que poner el individuo y el alma, el ideal, la inocencia, la decencia, como principio irrenunciable. Pero renunciar a participar es la derrota de todo esto que tratabamos de salvaguardar. No hace falta recurrir al poema de Martin Niemöller. En el Mefisto de Klaus Mann, no son pocas las excusas para no tomar partido de su protagonista, quién en última instancia acaba siendo un actor frente a si mismo.
Tenemos que saber lo que nos jugamos entre el barullo informativo diario, la tinta lacerante del diario, las voces de ultratumba de los muertos tertulianos que hace mucho no respiran más que por las heridas de sus bocas gangrenadas de medias verdades, por las heridas fétidas de los grupos de comunicación, por los exabruptos y los cinismos de la política del enfrentamiento y la desfachatez, y en última instancia por la dramática consecuencia, por la desesperación de los hombres que sólo quieren vivir en paz, y como el poema de Anderson apunta, no repararán en medios.
Hace falta la voz de los hombres buenos. Por favor, no os calléis.
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