¿Dónde esconder algo valioso, una carta por ejemplo? Donde todo el mundo lo vea, donde no se repare, en el lugar común.
Scorsese precisa de un Dupin a cada recodo de esta cinta. Una película perfecta. Un arma ideológica de primera y no una mera y coyuntural película más ambientada en una crisis de valores occidental. Esta película es al capitalismo lo que «la naranja mecánica» de Kubrick es a la violencia.
Una tragedia coral, con clave de farsa felliniana, y no una concatenación de excesos por el exceso. Una comedia de slapstick, pero a lo Chaplin, con un entramado de acero clavando la quijada en el drama cotidiano que estamos viviendo. Contra aquellos que dicen que es más cine de mafia y coca del suyo de siempre, acá uno que señala «Tiempos Modernos» y que exclama: No lo habeis entendido, pero no importa.
Es una película divertida, pero es una película importante. Y que sea las dos cosas es lo que la hace grande. Es a la vez La caída del Imperio Romano y Animal House.
«Wolf» nos habla y nosotros escuchamos. Eso ya es poder, eso ya es magia. Hipnóticas tres horas que se hacen cortas, de muñecas rusas, de magguffins, de cambios de ritmo y registro, de órdagos, de voz en off, de todo lo que pudo utilizarse mal y se utilizó sabiamente, de hondura tras esa capa aparentemente nihilista.
Costa Gavras vació los cines con un artefacto cultural de primera, que mostraba la circularidad del capital. Era gran crítica, era pobre cine.
Por eso, en alguna acalorada retahíla de whatsupps, nombraba «Intolerancia» de Griffith. El genio americano quería hablar con seriedad, con profundidad. Pero para ello se embarcó en un proyecto gigantesco y colosal, de ritmo y montaje nunca vistos. Atrápalos, y se sutil. Atrápalos, hipnotízalos, y te escucharán.
En esta película, es lo más cerca que hemos estado últimamente del «Calígula» de Camus. El terror que produce un hombre que se crea libre, moralmente libre también.
Belfort no es víctima, no es verdugo, es canalla, pero… sobre todo, no es libre. Gracias a dios o al diablo. Belfort no solo no es libre por su desenlace, moralista aparentemente sólo a medias (para mi, dejar una tibia penitencia es una manera de dejar la posibilidad de indignación. No hay nada como un villano que recibe lo que merece en pantalla para reconfortarnos)
Belfort no es libre de su propia adicción al poder, a ser el macho alfa, a aullar. Belfort de hecho acaba por desdibujarse en su propia caricatura. Belfort no existe. Belforts son legión, son los ojos que le miran al final, los empleados que quieren ser como él. Belfort son los codiciosos, y los estúpidos, y los que son ambas cosas. Y, por muy poco, el agente del FBI que le envidia. El camello que le pasa la coca, la fulana que se cepilla. Su mujer que como en Blue Jasmine, respira cinismo.
Belfort ama más su aullido que su dinero, la imagen de si mismo, que su propia vida, y por eso dice cínicamente que lo pierde todo. Conserve lo que conserve, la fantasía (recuerdo Zizek y Vértigo!) se ha perdido.
La pirámide al puro estilo de esquema de Ponzi no es una anomalía del sistema. No hay sistema. La charla del principio con el viejo lobo, no es una paliza rollo «recién llegado novato/hombre de vuelta de todo corruptor.»
Nada de eso. Ahí se describe el círculo perfecto del dinero que da vueltas en la noria imaginaria de un mundo de fantasía que no existe, no hay riqueza detrás, no nos importa lo que hay detrás. Que siga la noria, transacción a transacción. Belfort ya está corrupto al llegar, ya esta de vuelta. Lo único que no sabía era el alcance de la fantasía. Cuando lo comprendió, entendió que podía vender literalmente humo, su propio humo, no el de otros. Embotellado por él.
Ayer quebró el bitcoin.
¿Hemos aprendido algo? véndame usted este bolígrafo.
Y tanto se ha dicho del paralelismo con «Uno de los nuestros». Un paralelismo estructural, totalmente deliverado, buscado, que hace un subrayado a la cualidad tribal de los brokers, son la misma cosa que la mafia, un grupo de hombres con poder, una sociedad «opaca» con sus propias reglas que vive una hipertrofia del sueño americano desbocado, una red de favores e influencias en que el código de la fidelidad pende de un hilo… cuando se rompe la ilusión, la insularidad de este mundo, cuando los compartimentos estancos se comunican… cuando falla la matrix de Belfort. El sueño autointoxicante
Ese sería un tema en si mismo (narcóticos, excitantes, sexo, interesante retaíla de paraísos artificiales que necesita para seguir construyendo con mentiras una vida de ensueño que no disfruta por estar demasiado drogado, etc).
Mientras tanto Dicaprio funciona como una especie de mago de oz, al que una fauna insospechada recurre para verse transformados, para alcanzar un mundo prometido, Jonnah Hill y compañía recibirán valor, palabra, apariencia, y, en teoría cerebro. Sólo falta el corazón, claro.
Lejos de ser una simple comedia, el exceso pone de relieve el absurdo de lo real. Esta es la película más realista que se ha hecho desde «Las Hurdes» de Buñuel. Hoy, una inmigrante del este forrada de billetes a ingresar en Suiza no es una hipérbole, es plausible.
Porque el público, el cine, y el lenguaje, y me temo que la realidad, han cambiado desde que un joven Marty rodara malas calles. Marty lo entiende, ha aprendido de sus pupilos, se ha retroalimentado de Tarantino: Django es un comentario más interesante a la esclavitud que «12 años de esclavitud». Aporta más y nos llega más, y es más inteligente al entregar un discurso de un modo que no nos parezca infatilizante y moralista, pero que ES en efecto moralista.
La escena más hilarante de los Quaaludes, esa potente droga anestésica, es de hecho la más sórdida. El estilo es hilarante, la peripecia demencial, uno comienza a reirse, hasta que repara en los hijos del protagonista. Se congela la sonrisa. ¿De qué me he estado riendo, y antes? Y uno sigue con la película, pero repasa escenas aparentemente muy divertidas.
La película es muy entretenida.
Pero uno deja de reírse. Y ese, ese es el motivo de que me parezca tan buena.
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