Hace unos meses me mudé de nuevo a Bélgica para participar en un programa llamado EPS Semester, dependiente de Erasmus, para adquirir experiencia como Project Manager. Flandes es una región que encuentro especialmente bella, y donde siempre me he sentido acogido (quizá más que en Bruselas capital).
Además suponía un cambio: trabajar en un proyecto de una ONG que conciencia sobre la pobreza, precarización, y el voto social y comprometido en un contexto en que la derecha nacionalista domina el discurso en Flandes. Había venido de trabajar para los «malos de la película» este verano.
Puede decirse que en contraste con mis compañeros diez años más jóvenes, no he llevado una vida Erasmus. Más bien me he volcado por completo en mi trabajo. Lo he convertido en una cruzada personal. En un laboratorio de ideas. En un entrenamiento tanto laboral como político en el cuál he aprendido muchas cosas: Cómo hasta el más ínfimo detalle de un ligero acto ha de estar milimétricamente planeado, presupuestado, controlado…
En un inicio, me he sentido en un capítulo de Mad Men. Un espacio para la invención de modos de marketing social creativos. Investigar el marketing de guerrilla de los 60s que ayudó a parar Vietnam. Lanzar eslóganes, estrategias, ideas, propuestas de arte callejero, de actuaciones y situaciones poco convencionales (como harían los situacionistas, los yippies…), para hacer llegar el mensaje de que la pobreza no sólo afecta al «otro», al inmigrante, al excluído, sino que se está filtrando a la clase media baja que vota a los mismos partidos que la perjudican.
Finalmente el proyecto ha tomado una dirección mucho más convencional, por la presión del propio sponsor (la ONG) y de cada compañero, profesor etc. No soy un jugador de equipo. Mi idea desde el principio es que un stand convencional con un contenido más o menos creativo, pero que a fin de cuentas simplemente entrega información en forma de un juego (gamificación) apelando a lo racional, no va a funcionar. Hay que dar la información pero hay que provocar una emoción.
Y me jode mucho porque la campaña va a ser relativamente cara. Y no creo en ella.
Creo que el populismo alt-right contra el que nos enfrentamos se mueve en un terreno emotivo que funciona excepcionalmente bien. Simplifican las respuestas a problemas complejos y se mueven en un marketing identitario que apela a los sentimientos, al miedo, a la necesidad de pertenencia, a la seguridad.
Yo pretendía con imágenes fuertes, duras, crear una campaña viral, excepcionalmente barata, basada en lo emotivo. Una campaña emocionalmente inteligente, a lo Bansky. Una suerte de pornografía emocional si se quiere, pero que fuera un puñetazo en el estómago, algo que haga surgir las contradicciones que no queremos ver. Que haga pararse a la gente y no pasar de largo evitando el contacto visual con los voluntariosos apóstoles con flyers.
La foto de la niña Kim Phuc bañada en napalm hizo más por parar Vietnam que mil flyers.
He invertido mucho no sólo en tiempo y esfuerzo, sino emocionalmente, para ver un resultado en el que no creo, pero en el que he intentado filtrar un poco de mi enfoque más agresivo y radical.
Las campañas de la DGT en los 90 eran chocantes, desgradables. Pero funcionaron.
Hoy me siento vacío, he lanzado todas mis ideas, y creo que ha sido en vano. He sacrificado gran parte de mi estancia, todo el componente lúdico de la misma. Y creo que en vano.
Al menos he aprendido. Y espero utilizar más adelante todo aquello que no me han dejado.
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