
Dos de las últimas películas vistas por acá tienen coordenadas netamente nostálgicas. Por un lado Licorice Pizza de Anderson, por otra la excesiva Babylon de Chazelle. Tan distintas en lo formal, el clasicismo de planos largos y paneos elegantes, frente a un montaje nervioso y videoclipero que saluda a la exuberancia de un Baz Luhrmann.
Pero de fondo hay una mirada a tiempos pasados muy parecida, una mirada celebratoria de días que se añoran, conocidos o mitificados. Vividos por Anderson, mitificados por Chazelle.
En este díptico, me inclino claramente por la ternura que despiertan los personajes de Anderson, con la actuación de Alana Haim natural, enérgica, viva. Los personajes de Chazelle no me llevan a conectar, son caricaturescos, con una protagonista trepa, insensible, hedonista, egoísta, y un Manny que pretendiendo ser una visión desde la gente común de los sueños de Hollywood, acaba siendo el reflejo de un tipo pasmado que simplemente pasaba por allí.
En lo que tiene de contar (sin mencionarlo) las truculencias del libro de cotilleo de Kenneth Anger se queda en anécdota, y en lo que tiene de revisitar el paso del mudo al sonoro, no aporta nada a lo ya expuesto en Cantando bajo la lluvia. Hay algo de simpatía por la estrella venida a menos, con un Brad Pitt haciendo un esfuerzo, pero se explicita de forma verborreica lo vivido, se nos tiene que explicar en una escena dirigida a explicarnos la película. Una solución ridícula que insulta al espectador.
Lo mejor de la película es el segmento en que Tobey Mcguire en el papel de sórdido gangster hace un descenso a los infiernos, a niveles subterráneos de terror y depravación. Inquietante, asqueroso, sorprendente, tenso, terrorífico, sería un gran cortometraje.
Volviendo a Anderson, el hándicap de la película está no sólo en la mirada nostálgica, esa pasión triste por días perdidos, sino en su insistencia en el protagonista como niño-prodigio emprendedor hecho a si mismo, un tropo del cine norteamericano visto mil veces, como en ese Casi famosos del ínclito Cameron Crowe, director mediocre, peor periodista musical, y glosador de si mismo. Interesa poco o nada esos golpes de pecho de Anderson, y sólo respira la cinta cuando Haim irrumpe con fuerza como personaje fresco, lejos de la fantasía ególatra del director-protagonista.
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